15 may 2015

BarceloNina #55. De viejos

Se despertó en su piso, sola, como cada mañana. Se duchó con la radio de fondo. Habituada a esa emisora y ese programa, podía saber qué sección venía a cada momento y canturrear cada melodía que la acompañaba. Ese control le daba tranquilidad y, en cambio, ante un programa especial por ejemplo tras un accidente, estaba tensionada y no podía hacer más de una cosa a la vez: la vida tras el aparato de pronto la inquietaba y requería toda su atención. Se vistió, y como ese día no tenía que ver a nadie especial, pensó que se pondría ese conjunto que ya tenía hecho (de tantos otros días en los que no tenía ninguna cita) e iría cómoda. Pantalones de pinza negros y un jersey gris con cuello de pico. Se miró al espejo y acarició sus arrugas en lo alto del pecho mientras se echaba crema con oficiosidad, como asumiendo que tenía ella que cuidar su rostro puesto que nadie a lo largo del día iba a concederle una caricia. Luego se puso los zapatos cómodos. Se había dado cuenta, recientemente, de que ya no soportaba los tacones y que se le habían ensanchado los pies. Apagó la radio antes de marcharse de casa, porque no quería ser una de esas viejas que aunque salgan de casa dejan la radio sonando. Odiaba eso y siempre lo decía, "es de viejos", y ella y sus amigas solteras se reían y encontraban cientos de costumbres de viejos. "Por favor, si alguna vez acabo así, ¡decídmelo!", les pedía, reivindicando su juventud por contraposición. Bajó a comprar el pan. Las calles del centro parecían el cementerio de la noche anterior, con algún vivo aún agonizando. Botellas de cerveza rotas, latas, meados, colillas mojadas por el agua sucia con la que limpiaban las calles a manguerazos... el barrio olía a cenicero, todo últimamente tenía ese tufo. Las revistas de ocio que querían gustar exaltaban esa zona por su combinación de tradición y modernidad, en cambio ella creía que habían matado la tradición a base de hipocresía y moda. No, no le molestaba la innovación pero ésta, en concreto, vamos, por favor, no se sostenía por ningún lado. Pensó "yo, de joven, ¿fui así algún día?".  Con "así" quería decir muchas cosas. Por ejemplo, si ella habló alto diciendo memeces; si fue tan hipócrita como para defender todas las causas en conversaciones y luego contradecirlas con su actitud; si creyó tener la razón en tantas cosas; si fue tan segura de sí misma como parecía que lo eran los "jóvenes de ahora" (¡eso de "los jóvenes de ahora" es muy de viejos! pero no estaban sus amigas para avisarla); si su actitud demostró soberbia. No, desde luego que no. Se cruzó con una mujer de unos 50 años que parecía volver de una fiesta. Pensó que no se debían llevar muchos años y, sin embargo, qué vida tan diferente. Esa señora seguro que se ofendería si la llamaran señora, pensó; jaja, se río por dentro; seguro que le sentaría mal el vino malo y se pondría medias de comprensión al llegar a casa. Le parecía ridículo no que llevara otro estilo de vida, sino que no le diera vergüenza pertenecer al estilo de vida que ella reprobaba, una estirpe de borregos que se creían especiales, personas que quedaban sólo para hablar de ellas mismas: vomitaban sus vidas e ideas, escuchaban poco y nunca conversaban de otras causas más nobles como la sociedad, el colectivo, la humanidad. Era testigo de ello a menudo cuando iba a tomarse un cortado por el barrio y descubría que le daba vergüenza ajena ese egocentrismo. Entonces, se levantaba de la silla antes de lo que tenía planeado por no tener que seguir escuchando insensateces, y se iba jorobada pero al menos sentía que era consecuente. ¡Hacía tanto que ella no hablaba de ella misma! ¡Eso sí que era honrado, tener a todas horas conciencia de lo poco que significamos como individuos! ¿Qué iba a explicar, en cualquier caso? A su edad, no tenía todavía tantas citas con los médicos como para hablar de ello, como hacían los viejos en los que no se quería convertir, ni una vida tan de escaparate y marketiniana como los jóvenes a los que no se quería parecer. Entró en la panadería y compró una barra de cuarto larga. Recordó que una vez se la pidió un dependiente y ¡no sabía lo que era! ¡Una barra de cuarto larga! Y le hizo escoger entre una serie de nombres románticos que no decían nada ("de pueblo", "rústica", "provenzal"...), a lo que respondió con un adiós y un portazo. Esta vez sobraría pan, como siempre, pero pensó que lo congelaría para no tener que volver a salir a comprar a la mañana siguiente. Así evitaría darse de bruces de nuevo con este mundo y todo este malestar, sentirse en desacuerdo le resultaba agotador. De vuelta a casa, abrió la puerta de la portería, entró y se apoyó en el pasamanos para subir las escaleras. No era tan joven como para ir brincando, ni vieja como para subir al primero en ascensor. No pertenecía a nada, a nadie ni a ningún lugar. Sólo era ella.

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