26 oct 2013

BarceloNina #47. Una luz sideral

En las cenas de Navidad de mi familia paterna, yo era de las pequeñas. En Cerdanyola, en casa del avi y la abuela Nito, nos reuníamos muchísimos y a la mayoría les llegaba cuanto más por la cintura. Cuando pienso en ello me agobio: envoltorios de regalo por el suelo, olor a puro, a madera antigua, a libros y, de fondo, a la sopa con pilota que se iba calentando en ollas enormes. Había personas -casi desconocidas- que me preguntaban qué tal el colegio porque supongo que no se les ocurría nada mejor, pero yo no sabía muy bien cómo ni qué responderles. Piernas larguísimas se desenvolvían a la perfección por todos los rincones mientras yo me sentía desorientada. Había unas que se me hacían especialmente largas, eran las de mi primo Aleix.

En general, la mesa de los mayores me daba miedo, pero él y mi prima Randi eran los que más respeto me infundían. Adriana era cariñosa y extrovertida, Dani era discreto, Randi tenía la época de adolescente polémica y mi madre no sabía qué regalarle, las barbas de mis tíos Alfonso y Juan generaban aprensión en un primer momento pero acababan siendo los más juguetones. Luego estaba el acento de Natalie y los cigarrillos de Chisca hablando de todo un poco en unas sobremesas que a mí se me hacían larguísimas desde la otra sala, a la que me había fugado para intentar entretenerme pintando en hojas selladas que el avi me daba solemnemente tras abrir su escritorio de madera. Mis primos Joana, Carla y Bernat eran algo mayores que yo y creo que intentaba imitarles.

Pues bien, entre todo este barullo me acuerdo de las piernas delgadas e infinitas de Aleix. Cuando las reseguía con la mirada no alcanzaba a verle todo de una vez en un mismo cuadro, pero de alguna manera sabía que era especial. Su aspecto era algo totalmente nuevo para mí, y me avergonzaba el vestido de Navidad que me habían obligado a ponerme, también que supiera que llevaba uniforme en el colegio y que sacara buenas notas. En una de las sobremesas, mi madre comentó que me pondrían ortodoncia porque tenía los incisivos del paladar superior montados (era esa época en que las madres hablan de uno estando presente pero sin que le den la palabra o derecho a réplica). Aleix saltó y me dijo que no me pusiera aparatos porque mis incisivos molaban porque parecían colmillos de lobo, y sentenció guiñándome el ojo. Observándole desde el otro lado de la mesa y atravesando con la mirada un enjambre de platos, bandejas y las copas de la cristalería ‘buena’, creo que perdí el miedo a ser un poco diferente. Gracias a él y a aquel ambiente de primos y tíos heterogéneos me interesé por la transgresión y entendí que lo que no se entiende ni se puede catalogar también es maravilloso y, de hecho, incluso más.

En primaria, mientras las niñas de mi clase se acortaban la falda de cuadros, yo sentía que no tenía nada que ver con ellas e intentaba descubrir quién era sobreviviendo a las largas horas del patio con el apoyo de mi punto fuerte: mi primo tenía un grupo de música y había grabado un disco. Así que me paseaba con mi discman y aquella portada naranja, negra y blanca de Peanut Pie. Recuerdo que una profesora nos mandó un trabajo que consistía en preparar un programa de radio en grupo. A mí los grupos me daban miedo (y me lo siguen dando) porque es muy fácil sentirse fuera de él. Fuimos a casa de Cristina y grabamos un magacín muy bien hecho, que cerramos invitando a nuestros espectadores ficticios a escuchar “unos minutos musicales” del tema “Lollypop girl”, de unos de los grupos barceloneses del momento.

Creo que fue en bachillerato cuando empecé a encontrar mi identidad (en la que sigo trabajando). Seguía siendo buena estudiante pero gracias a muchas cosas –entre ellas al canallismo de Aleix- me atreví a potenciar mi lado más mío y estar orgullosa de quién era a la vez que me fumaba mi primer porro sin penitencia. En una ocasión me sentaron junto a una chica que era repetidora, contestona y con un carácter muy fuerte. Yo intenté no parecer guay para gustarle, ser solo yo, y creo que la simplicidad funcionó. Al final de curso, en una conversación en un viernes entre clase y clase, mi compañera y otros veteranos comentaron algo de Dj Sideral. Al cabo de un rato, les dije que era mi primo y... alucinaron. Creo que su reconocimiento fue una especie de premio por haber superado una educación secundaria sin haber caído en el ridículo de ponerme calcetines en los tops que precedían a los sujetadores. Pero, sobre todo, me di cuenta de que lo que había sido un amuleto para mí también estaba siendo algo enorme para muchos otros.

En casa de mis tíos Chisca y Alfonso, Aleix tenía una habitación llena de discos y guitarras o bajos, yo qué sé lo que eran. No sabía muy bien si estaba enfermo o no, si vivía en casa de mi tía Chisca o no, si esas Navidades estaría o no en la mesa con nosotros, si me hacía sentir cómoda o incómoda. La pasada primavera hizo siete años que se fue para siempre mi primo Aleix, Dj Sideral. Le conocí a una altura poco adecuada para mirarle a los ojos y captar ese aura del que todo el mundo hablaba y ahora recuerda. Por eso tengo ganas de ver el documental de la Sala Nitsa que se proyectará la semana que viene en el marco del Festival In-Edit en Barcelona y de leer la biografía escrita por Héctor Castells que se publicará próximamente. Aunque por mi altura no pude mirarle directamente y sin ángulos, su luz me tocó y quiero saber el porqué.


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