19 oct 2016

BarceloNina #63. Sucumbir para contarlo

He tardado algo más que la media, pero he acabado sucumbiendo a todo lo que dije que no sucumbiría. A todo.

Primero fue Whatsapp. Tras el bombazo inicial decidí desinstalarlo de mi móvil porque no me gustaba. Pero, más tarde, con la excusa de que vivía fuera, me lo puse en mi número extranjero. Casi nadie lo tenía guardado en su agenda, así que era una manera de cercar el tema. Al cabo de una año de regresar a Barcelona, mi número extranjero lo dieron de baja. Me di cuenta en parte gracias a que conocidos míos me dijeron que no entendían por qué no contestaba a sus mensajes y -sobre todo- por qué estaba tan rara últimamente, que incluso me había puesto una foto de perfil de un indio grandullón con gafas de sol y un collage de flores detrás. La necesidad ya estaba creada: Tuve que activar Whatsapp en mi número español.

Dije que no entendía las personas que pasaban tanto tiempo estudiando. Siempre había pensado que si yo tuviera que contratar, contrataría a alguien con experiencia antes que con currículum académico. Basta de tanta tontería de titulitis. Bueno, pues resulta que la formación es importante. He sucumbido a un postgrado, pero con el orgullo de hacerlo un poco tarde, habiendo trabajado en distintos ámbitos como para poder decidir en cuál me quiero especializar, y no al terminar la carrera como quien se engancha a un salvavidas para no tener que nadar un poco.

En cuanto al yoga... Después de haber vivido tres años en la India y de no haber tenido casi contacto con él (a excepción de cuando me cruzaba con algún extranjero vestido con túnica, que me propinaba la correspondiente e impertinente mirada de desprecio del que está buscando su lugar en el mundo con la meditación mientras tú simplemente te dedicas a no vestir con túnica) resulta que me empieza a atraer el tema. Llevo una racha de libros de periodistas en el extranjero que hablan de prácticas relacionadas con la meditación y las respetan (y también se ríen de su traslación al mundo occidental con reclamos reduccionistas, de su marketing, de su comercialización, de las urbanitas americanas vestidas de yoga a cualquier hora del día, de sus líneas de ropa en marcas internacionales, de sus primeros yupis newage...). Efectivamente, también he sucumbido a una especie de yoga. Pero que conste que soy nefasta y miro con rabia a los avanzados, que no advierten mi envidia porque durante el contorsionismo cierran los ojos.

He sucumbido a todo esto.

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"Si quieres cambiar el mundo, o sucumbes a la mayoría, al establishment y al calendario general, o luchas de una manera diferente", algo así dice Jessa Crispin, mi nueva antiheroína feminista-literaria-viajera-natural. Es una putada leer esto porque te das cuenta de que efectivamente has sucumbido y -lo que es peor- que te cuesta aceptarlo. Y entonces sigues leyendo: "Las ovejas negras son ovejas negras como reacción a algo, a su familia, a su entorno, a alguna experiencia pasada, a la sociedad... voluntariamente quieren ser los diferentes. En cambio, los diferentes, los changers [soy incapaz de atreverme a traducir esto], llevan algo dentro y lo sacan. Sorprenden a su familia, a sus amigos, a su entorno porque siguen una voluntad y una manera de hacer que llevan dentro, no como reacción a nada sino porque ellos son así".

Le doy vueltas al tema cuando tengo tiempo en blanco (en blanco de verdad, no en blanco escribiendo por WhastApp, ni estudiando el postgrado, ni de camino a la clase de yoga). 

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Una amiga que está formándose en astrología (esa ciencia a la que se la considera pseudociencia porque aunque funciona no somos capaces de saber el porqué) se ofrece a leerme mi carta astral. "Tienes una gran capacidad de rebelión, de ir contracorriente e incluso de suponer un desafío, y de conseguir que te escuchen y liderar". 

Le cuento que no estoy segura de saber liderar nada, pero que en todo caso llevo el ser diferente con muy poco estilo. Cuando era pequeña me pusieron unos aparatos que salían de la boca y se colocaban con una cinta tras la cabeza. Los tenía que llevar unas ocho horas por la noche en casa, pero cuanto más los llevara, mejor. Eran muy aparatosos y vistosos. Pero si daban las 8 de la tarde, aunque me tocara clase de tenis (llena de niños ávidos de insultos), me los ponía. Parece que me importaba un pimiento lo que me dijeran. 

Si fuera una virtuosa del piano seguro se apresurarían a poner eso en mi biografía, en ese afán que tienen los biógrafos por relacionar anécdotas de la vida con rasgos de la personalidad, en ocasiones con una osadía pasmosa. Pero en mi caso no sirve para nada, mas que para abrazar la ridiculez. ¿Dónde está el fucking storytelling que lo inunda todo estos días? 

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A la mayoría de la gente le gusta llegar al bar y que el camarero se acuerde de lo que suele pedir. "¿Café y mini?", dice desde detrás de la barra al verte llegar. A mí, el primer día que me pasa me hace gracia, pero el segundo me invade el agobio. Algo me dice que ya no controlo mi vida sino que ella me controla a mí. Entonces cambio de bar. 

Siempre he pensado que ese consejo que dan a las personas cuando hay riesgo de que atenten contra ellas -diciéndoles que no sigan siempre la misma ruta para ir al trabajo, ni vayan a los mismos sitios a las mismas horas etcétera- me lo tomo al pie de la letra. No porque haya riesgos externos. No porque sea carne de atentado, que yo sepa. Yo cambio la ruta y la rutina por mi propio peligro, para evitar atentar contra mí misma.

Aunque no siempre puedo elegir la ruta, a veces manda la ley de lo-que-quede-más-cerca. Según qué días y a qué horas, estoy tan cansada y me pesa tanto la mochila que de vuelta a casa miro a los que suben las escaleras del metro desde las escaleras mecánicas, pensando lo sanos que se les ve desde esa perspectiva, con ese cuerpo erguido de quien hace yoga (de quien hace yoga bien), con la energía de haber dormido lo justo y necesario  (ni más ni menos) y haber comido siempre orgánico. Esa gente me da malestar conmigo misma, pero no tengo fuerzas ni para la envidia. A duras penas puedo mantenerme en pie. En el vagón, me mira la anciana y bajo la mirada. Si me pide que le deje sentar le diré que estoy enferma, pienso. Algo de verdad hay.

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De pronto la página web me aparece como un Frankenstein, todos los elementos revueltos e incapaz de entender nada. El programador me dice que es un tema de caché, que tengo que borrarlo para que no recuerde el formato anterior o lo que haya pasado. Y joder, mi caché no hay manera de borrarlo, le digo. Le explico que sólo cuando navego de incógnito (engañando al ordenador y haciéndole creer que no soy yo), puedo ver las cosas como son, no con vicios y búsquedas del pasado. Añado la palabra web para asegurarle de que estamos hablando de la web, de nada más.

Ay que ver qué manía con la titulitis y las dobles licenciaturas: informática y psicología.

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