10 jun 2012

Barcelonina #3. Adiós


-¿Te acuerdas de la mediana? -Uy, no la habría conocido si la hubiera visto por la calle. Dame dos besos chata, estás guapísima.

La pobre tiene 25 años pero hablan de ella como si no estuviera presente, como cuando tenía 3. Estamos en una sala de duelo de un tanatorio situado en lo alto de la ciudad, desde el que hay unas vistas maravillosas, pero nadie ha tenido la sangre fría de sacar el móvil para tomar una panorámica y colgarla en Facebook (no por nada, pero es que resulta que muchos de los reunidos tienen como amigos a familiares compungidos que han acudido a la cita fúnebre, y éstos verían la foto, y quedaría feo, algunos incluso pensarían en lo macabro que sería etiquetar a la familia del difunto en esta bella postal con algo de niebla sobre la ciudad. Además, si colgaran la foto tendrían que fingir más dolor durante el entierro, más que nada para compensar y, sinceramente, qué pereza, porque en concreto esta chica no había visto al fallecido más de seis veces en su vida, y se apostaría cualquier cosa a que en ninguno de los encuentros el anciano estuvo suficientemente lúcido como para colgarle de la rama adecuada del árbol genealógico).

Todo barcelonés ha asistido a uno de esos entierros por el rito católico celebrado en un tanatorio hipermoderno, minimalista, con máquinas expendedoras de piscolabis muy bien disimuladas entre una columna de mármol y un mostrador con folletos sobre servicios funerarios (entierros ecológicos, asistencia psicológica, álbumes de fotos online bajo el rídiculo epígrafe “Crónica de un adiós”…); son Vendings tan integrados como los ambientadores esos que anuncian para las casas, que van de que están en consonancia con la estancia gracias a su forma y color de roca volcánica… como si fuera lo más normal tener rocas volcánicas en los muebles del piso que encima pulverizan fragancia a coche en el que marearse, al estilo de como pulverizan agua en la Polinesia de Port Aventura.

En comparación con otras ciudades, el tema de los tanatorios es algo muy habitual en Barcelona. Supongo que es cultural y porque celebrar una cita así en un piso de 50 metros y ver cómo se llevan el ataúd desde el quinto sin ascensor hasta la planta baja no queda muy digno para una despedida; se queda gravada la imagen del viejo meándose encima durante el paseo por el parque en la silla de ruedas, y se olvida el hombre vital que contagiaba la risa a toda la familia con sus chistes.

Así que mejor el tanatorio con vistas y con una zona de césped con estatuas y figuras raras. Pues bien, ahí, en la sala del tanatorio, hay una cafetera de cápsulas pero nadie se atreve a servirse un café -¿cómo osar tomarse un café como si nada, como cada mañana? No obstante, detrás de esta represión de cafeína especialmente difícil a las 10 horas de un martes (creo que hay un consenso mundial sobre que el martes es el peor día de la semana), se da la paradoja de los peinados de peluquería de las señoras. Me las imagino pidiendo hora con la chica que les suele peinar y explicándoles lo ocurrido con un dolor desmesurado… Son esas señoras que han nacido para sufrir, y que parece que les mole regocijarse en los dramas, hacen la croqueta sobre la mierda ajena pero, eso sí, con lágrimas en la cara y gran achaque. Resulta obsceno que servirse un café quede inapropiado al lado caras arrugadas maquilladas como payasos. -¡Hombre, pero si está aquí el abogado de la familia! ¿Cómo van las prácticas en el bufete?-, dice una de las caretas en un tono excesivamente elevado y entusiasta para la ocasión. También se oyen cosas como “la última vez que nos vimos fue en nuestras bodas de oro”, que van seguidas de una reconstrucción de cómo fue la fiesta, quién vino y quién no vino, lo bueno que estaba el jamón, lo borracha que estaba la tía Pepa y la reconfirmación (por enésima vez) de que la pareja de Toledo amigos de los abuelos son lerdos sin remedio.

Frente a todo esto, el típico barcelonés en el típico entierro en Barcelona se cuestiona los protocolos fúnebres y se convence de que funcionaría mucho más el sentido común, es decir, hacerse un café y sentarse en silencio junto a otro de los allegados. Por suerte todavía está por llegar la nota sensata de la ceremonia: el discurso del cura en el que mitificará al muerto, hará entrañables anécdotas aburridas de un viejo enfermo, gestos que habrán pasado desapercibidos para todos los elevará a genialidades, recorrerá su vida en dos minutos y resultará profética. Y cuando ya estés convencido de que ha muerto uno de los grandes, el cura llamará a la comunión a los fieles que estén confesados, pero tú –insensato- quedarás en evidencia sentado en el banco de la sala donde se oficia la misa, por infiel o por pecador, bajo la exterminadora mirada de cura, opuseros, y creyentes que adoran decir que cada uno es libre de creer en lo que quiera “pero mira aquél, que no ha querido tomar el cuerpo de Cristo, qué poca consideración”. Y el barcelonés probablemente pensará que si todo hubiera sido un poco más honesto, si hubiera tomado café, ahora le entraría mejor la hostia y haría un esfuerzo por comulgar y satisfacer a los congregados, que es verdad que no cuesta nada, pero qué carajo, no ha podido mojar el pan ácimo en su Ristretto de la Nespresso, y no piensa hacer nada que vaya en contra de su dignidad en este entierro descafeinado y aguado, de cafetera antigua, que hace revolver el estómago.

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